Sanatorio

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Habla el dios sin nombre (2)

Wo ist doch der Blitz, der euch mit seiner Zunge lecke? Wo ist der Wahnsinn, mit dem ihr geimpft werden müsstet? Cuando el dios sin nombre llegó a la primera ciudad, cercana al Moncayo, vio a una muchedumbre agitada reunida en torno a un farandulero que improvisaba un espectáculo.  El dios habló al pueblo:  «No os mostraré el hombre; el hombre es algo que nunca llega a ser. ¿Qué habéis hecho vosotros para no llegar a ser? Ser alguien es para un hombre lo mismo que convertirse en mono o en araña. ¿Qué son las arañas y los monos? Eso es ser alguien: ser una araña, ser un mono; así es como se aparece alguien a ojos de los que luchan sin descanso para no convertirse en cosa. Os habéis escondido en el camino del ser, junto a la silla y el gusano, detrás de la abuela, el cocinero, la enfermera, el padre, el basurero, la esposa, el valiente, la madre, el feo, el cantante, el profesor, el verdugo, el violinista, el africano, la panadera, el carpintero, el erudito, la prostituta, el médico, la santa, el marinero y los demás.  ¿Y qué es una cosa, para el hombre? Es un corte al azar, caprichoso, que define y condena. Ningún camino lleva del gusano al hombre; ese es un abismo que no se puede atravesar. Habéis tratado de construir un puente para hacer posible el tránsito, pero con ello solo habéis ganado lo contrario de lo que os proponíais: ahora los hombres son gusanos. El más sabio de vosotros es una mezcla de planta y delirio. ¿Qué os enseñaré yo? Ninguna lección, desde luego, porque no sois nada. Mirad, mirad, y no veréis nada. La muerte es el sentido de la tierra. Así os lo indico: la muerte es el sentido de la tierra. Os incito, huérfanos míos, a ser fieles a la nada y a la muerte, a buscar la nada que no-hay en vosotros, y a huir de los que confieren identidades; ellos os administran el veneno de la esperanza de un yo. Alejaos de vosotros mismos, pues, porque sois vuestros propios envenenadores. Hubo un tiempo en el que atentar contra Dios, ya sea de hecho o de palabra, era el peor de los crímenes, pero resultó que Dios no era ni siquiera pensable, y entonces desaparecieron también los atentados contra Él. Hubo un tiempo en el que palabras como alma y cuerpo tenían sentido para el hombre. Hoy, sin embargo, lo que tiene sentido, huérfanos, es que gritéis a vuestros seres queridos: ‘¡no eres nadie, no soy nadie, ni siquiera puedo distinguir todas las partes! ¿Dónde estamos?’, y observéis bien la forma grotesca que da orden al muñeco que tenéis delante y al vuestro propio. Eso está convocado a no-ser, no lo llenéis de alucinaciones como habéis hecho con vuestros hijos.  El hombre está sucio, es basura, y nadie debe ni puede limpiarlo: hay que aceptarlo no como una madre con un hijo lisiado, sino como un rey orgulloso por el nacimiento de su príncipe. El hombre es basura, y en ese reconocimiento el día más alto llegará cuando sea visible esto: que ser feliz y ser infeliz es lo mismo; saber y no saber es lo mismo; el bien y el mal son lo mismo; lo justo y lo injusto son lo mismo; la belleza y la fealdad son lo mismo… ¿Ha llegado ya ese día?». Cuando el dios sin nombre hubo terminado de hablar,  alguien le dijo a un compañero: «¡qué descanso!», y la multitud siguió contemplando el espectáculo del farandulero. 

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Habla el dios sin nombre (1)

«So segne mich denn, du ruhiges Auge, das ohne Neid auch ein allzugrosses Glück sehen kann!» Tras unos milenios de retiro en la cima del Moncayo, donde no llegaba ningún mortal, el dios sin nombre bajó para compartir con el mundo su sabiduría. Se esperaba su venida desde tiempos remotos, aunque nadie podía prever, de hecho, el impacto de su llegada. Con su mirada cándida revelaba una verdad que habitaba solemne, desde el primer instante, en el corazón de todo hombre que la vislumbrara.  Cuando hubo llegado a la falda de la montaña, se encontró con un pastor que apacentaba tranquilamente sus rebaños. Al verlo, este le dijo: «yo sé quién es, señor; es el dios sin nombre que habita la cumbre inclemente de la montaña más alta. Llevaba milenios meditando desde las alturas, alejado de los tristes mortales, y ahora, finalmente, parece que ha decidido bajar. ¿Ha llegado el momento, señor?». El dios sin nombre respondió con serenidad: «mortal: ningún dios descendie de su trono si no ha llegado la hora de hacerlo». «¿Y por qué ahora, señor?, ¿qué ha cambiado?». Añadió fime el dios: «ha pasado nada de nada, nada en absoluto; es el momento de la nada».  El pastor sonrió desconcertado; pasados unos instantes, se repuso: «y… ¿qué tesoro va a entregar a los hombres envidiosos, señor?». «Voy a hacer que se haga verdad lo que siempre lo fue: que la vida es muerte».  El pastor se rio, y no pudo contenerse: «señor, los hombres ya no creen en ningún dios. O más bien: creen en todos por igual, y los predicadores y los profetas brotan como los vástagos en una primavera lluviosa, y todos tienen su verdad». «Y yo he llegado para defenderlos a todos, pues ellos, juntos, son la muerte», sentenció el dios.  «El mundo no está preparado para esta verdad, señor. Espere usted unos siglos más, su vuelta sería hoy demasiado temprana; el hombre quiere creer todavía en los límites y suspira por ellos, no es tiempo aún para el infinito». «El hombre siempre de nuevo quiere negarse a sí mismo: mis predecesores han tenido la fuerza del rayo, la resurrección en sus manos…; yo, en cambio, no tengo nada, no ofrezco nada: solo aquello que se ocultaba tras la máscara de los profetas. Soy el rostro verdadero. Ego sum obscuritas mundi«.  Tras estas palabras, se despidieron, y el pastor se quedó observando los pasos delicados del dios sin nombre sobre la hierba verde de la ladera del Moncayo. Al alejarse, el dios habló en su corazón: «¿será posible? Este pastor, aislado del mundo, ¡aún no ha tenido noticia de que dios nunca estuvo vivo!».

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