Patíbulo

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La princesa de la boca de fresa

Se dice que los poetas modernistas retrataban mujeres bellas y gráciles: la donna angelicata. Por supuesto, se tiende a imaginar mujeres preciosas y atractivas, pero en el poema La sonatina de Rubén Darío ¿qué nos obliga a aceptar que la triste princesa no sea, por ejemplo, como una de esas que pinta Fernando Botero (si es que aceptamos que eso no son, a su manera, donnae angelicatae)? Sí, ciertamente la princesa de la boca de fresa yace a la espera de un noble y recio caballero que la llene y enamore, pero solamente le da alguna esperanza en este asunto su hada madrina, personaje que aparece ya al final del poema y que, de hecho, se nos presenta como un ser tan irreal como los propios caballeros andantes que la princesa fantasea. ¿Pudiera ser que la princesa no fuera un ser deseado, más que por algún caballero andante, pero también de esos que pinta Botero? La princesa de la boca de fresa Lo que sí que queda claro en el poema es la realidad gris de la vida de la princesa, hasta el punto de que el tema del poema, más que la princesa misma como motivo central (donna angelicata), parece ser eso: el formidable aburrimiento, la pasividad. Esos “suspiros” que “se escapan de su boca de fresa” son sin duda los suspiros del tedio. Porque la donna angelicata es aquí un ser sin obligaciones ni desafíos, amodorrado en su cuarto a la espera que la llamen a comer, entregado su vago pensamiento a imprecisas ensoñaciones, tal vez con la boca abierta (“la libélula vaga de una vaga ilusión”); ensoñaciones más bien egocéntricas y narcisistas. Y no parece muy respetuoso con el gran poeta del modernismo quedarse con la idea de que Rubén Darío fuese en realidad un fetichista de las cositas de princesas. Es más digno pensar que la elección de la princesa como protagonista del poema permitió al autor ahorrarse un montón de explicaciones prosaicas: todo el mundo sabe que las princesas no tienen ocupaciones importantes ni han de encargarse de las fatigosas tareas que ya desempeña el servicio de palacio; todos sabemos que la princesa es un ser aburrido, inmerso en el ocioso dolce far niente. Si el propósito de Rubén Darío era hablar del tedio, ¿qué mejor que una princesa para encarnarlo, no necesariamente como algo propio de princesas, sino como aquello que todos tenemos en común con ellas: el denso y ahogante tedio de los domingos por la tarde?, ¿o acaso ese señor ya cincuentón, empleado de Danone, que en sus días de descanso fantasea con ciertas actrices o cantantes famosas no es también una princesa de la boca de fresa?

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Jaime

Parte 1: Breve comentario sobre el Hades y el concepto griego de ψυχή En Odisea XI, 475-476 Aquiles define en pocas palabras cómo son los habitantes del Hades: «ἔνθα τε νεκροὶ ἀφραδέες ναίουσι, βροτῶν εἴδωλα καμόντων», algo así como: «aquí habitan muertos desposeídos de sentidos, simulacros de mortales que han sucumbido a las fatigas de la vida». Muertos que no sienten nada, simulacros, ilusiones, imágenes engañosas de lo que fueron alguna vez los vivos.  Eso que va al Hades, y que Aquiles deja claro que no es «otra vida» que suceda a la terrenal, en griego se llama ψυχή. Son las ψυχαί las que van al Hades. La ψυχή es lo que se pierde cuando uno muere.  Hay que convivir con algo que para nosotros es una dualidad, pero no para los griegos: la ψυχή nos parece a la vez algo palpable, sensible —como sensible es el hecho de que el vigor de la vida abandone el cuerpo, detenga el aliento y el corazón, y deje los miembros inertes—, y también etéreo, inmaterial —como lo es la imagen engañosa, el fantasma de alguien. Las ψυχαί van al Hades, pero «ellos mismos» —según el proemio de la Ilíada— se quedan como despojos (ἑλώρια) para perros y aves de carroña. ¿Significa eso que lo que va al Hades ni siquiera se puede considerar una parte del hombre? Los muertos «están» en el Hades sin sentir nada, sin pensar nada. En otras palabras: no están en el Hades porque el Hades no es ningún lugar. Buena prueba de ello es el que en Odisea XI los muertos aparezcan con la armadura ensangrentada, etc., es decir, tal y como abandonaron el mundo. Desde tiempos de Aquiles, el Hades se ha ido llenando de simulacros.  Parte 2: Jaime Jaime Zuzunaga Jaime vive solo después de un doloroso divorcio que le costó buena parte de la hacienda. Suele aprovechar las tardes para tomarse una copa en el bar DNI —llamado así por su proximidad con una oficina de expedición de documentos de identidad— y pasar el rato con otros hombres separados. A los veinte años Jaime viajó por Italia y desde entonces se ha considerado un aventurero. A veces cuenta alguna peripecia de juventud a los asistentes al simposio de cada tarde en el DNI, otras veces sencillamente sostiene su copa de Jerez o su cerveza y observa detenidamente el brillo de las luces del techo sobre el cristal, y contempla también el mundo distorsionado a través de la copa, cerrando un ojo para ganar precisión, y sonríe satisfecho y sorbe un poco más de líquido, finalmente, y de vez en cuando saluda con la cabeza a Julio, el dueño, mientras Javier y José están de espaldas en la barra del bar tomándose un carajillo o un anís. Si entra una señorita, los tres tuercen el cuello para perseguirla con la mirada. Dependiendo del aspecto que tenga, sonríen y emiten ruidos o regresan a sus copas brillantes. Cuando llega la hora, Julio los invita a salir. Hasta mañana.

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