Nombre del autor:Conejas

Melchor Fidalgo, alias Conejas (antiguamente conocido como compromisario Conejas), ha dedicado su atención al estudio del turismo y del sistema burocrático que gobierna en Occidente: sus orígenes, su evolución y su sentido en el mundo actual. Recientemente se ha convertido también en el profeta de la nada.

Sanatorio

Habla el dios sin nombre (2)

Wo ist doch der Blitz, der euch mit seiner Zunge lecke? Wo ist der Wahnsinn, mit dem ihr geimpft werden müsstet? Cuando el dios sin nombre llegó a la primera ciudad, cercana al Moncayo, vio a una muchedumbre agitada reunida en torno a un farandulero que improvisaba un espectáculo.  El dios habló al pueblo:  «No os mostraré el hombre; el hombre es algo que nunca llega a ser. ¿Qué habéis hecho vosotros para no llegar a ser? Ser alguien es para un hombre lo mismo que convertirse en mono o en araña. ¿Qué son las arañas y los monos? Eso es ser alguien: ser una araña, ser un mono; así es como se aparece alguien a ojos de los que luchan sin descanso para no convertirse en cosa. Os habéis escondido en el camino del ser, junto a la silla y el gusano, detrás de la abuela, el cocinero, la enfermera, el padre, el basurero, la esposa, el valiente, la madre, el feo, el cantante, el profesor, el verdugo, el violinista, el africano, la panadera, el carpintero, el erudito, la prostituta, el médico, la santa, el marinero y los demás.  ¿Y qué es una cosa, para el hombre? Es un corte al azar, caprichoso, que define y condena. Ningún camino lleva del gusano al hombre; ese es un abismo que no se puede atravesar. Habéis tratado de construir un puente para hacer posible el tránsito, pero con ello solo habéis ganado lo contrario de lo que os proponíais: ahora los hombres son gusanos. El más sabio de vosotros es una mezcla de planta y delirio. ¿Qué os enseñaré yo? Ninguna lección, desde luego, porque no sois nada. Mirad, mirad, y no veréis nada. La muerte es el sentido de la tierra. Así os lo indico: la muerte es el sentido de la tierra. Os incito, huérfanos míos, a ser fieles a la nada y a la muerte, a buscar la nada que no-hay en vosotros, y a huir de los que confieren identidades; ellos os administran el veneno de la esperanza de un yo. Alejaos de vosotros mismos, pues, porque sois vuestros propios envenenadores. Hubo un tiempo en el que atentar contra Dios, ya sea de hecho o de palabra, era el peor de los crímenes, pero resultó que Dios no era ni siquiera pensable, y entonces desaparecieron también los atentados contra Él. Hubo un tiempo en el que palabras como alma y cuerpo tenían sentido para el hombre. Hoy, sin embargo, lo que tiene sentido, huérfanos, es que gritéis a vuestros seres queridos: ‘¡no eres nadie, no soy nadie, ni siquiera puedo distinguir todas las partes! ¿Dónde estamos?’, y observéis bien la forma grotesca que da orden al muñeco que tenéis delante y al vuestro propio. Eso está convocado a no-ser, no lo llenéis de alucinaciones como habéis hecho con vuestros hijos.  El hombre está sucio, es basura, y nadie debe ni puede limpiarlo: hay que aceptarlo no como una madre con un hijo lisiado, sino como un rey orgulloso por el nacimiento de su príncipe. El hombre es basura, y en ese reconocimiento el día más alto llegará cuando sea visible esto: que ser feliz y ser infeliz es lo mismo; saber y no saber es lo mismo; el bien y el mal son lo mismo; lo justo y lo injusto son lo mismo; la belleza y la fealdad son lo mismo… ¿Ha llegado ya ese día?». Cuando el dios sin nombre hubo terminado de hablar,  alguien le dijo a un compañero: «¡qué descanso!», y la multitud siguió contemplando el espectáculo del farandulero. 

Sanatorio

Habla el dios sin nombre (1)

«So segne mich denn, du ruhiges Auge, das ohne Neid auch ein allzugrosses Glück sehen kann!» Tras unos milenios de retiro en la cima del Moncayo, donde no llegaba ningún mortal, el dios sin nombre bajó para compartir con el mundo su sabiduría. Se esperaba su venida desde tiempos remotos, aunque nadie podía prever, de hecho, el impacto de su llegada. Con su mirada cándida revelaba una verdad que habitaba solemne, desde el primer instante, en el corazón de todo hombre que la vislumbrara.  Cuando hubo llegado a la falda de la montaña, se encontró con un pastor que apacentaba tranquilamente sus rebaños. Al verlo, este le dijo: «yo sé quién es, señor; es el dios sin nombre que habita la cumbre inclemente de la montaña más alta. Llevaba milenios meditando desde las alturas, alejado de los tristes mortales, y ahora, finalmente, parece que ha decidido bajar. ¿Ha llegado el momento, señor?». El dios sin nombre respondió con serenidad: «mortal: ningún dios descendie de su trono si no ha llegado la hora de hacerlo». «¿Y por qué ahora, señor?, ¿qué ha cambiado?». Añadió fime el dios: «ha pasado nada de nada, nada en absoluto; es el momento de la nada».  El pastor sonrió desconcertado; pasados unos instantes, se repuso: «y… ¿qué tesoro va a entregar a los hombres envidiosos, señor?». «Voy a hacer que se haga verdad lo que siempre lo fue: que la vida es muerte».  El pastor se rio, y no pudo contenerse: «señor, los hombres ya no creen en ningún dios. O más bien: creen en todos por igual, y los predicadores y los profetas brotan como los vástagos en una primavera lluviosa, y todos tienen su verdad». «Y yo he llegado para defenderlos a todos, pues ellos, juntos, son la muerte», sentenció el dios.  «El mundo no está preparado para esta verdad, señor. Espere usted unos siglos más, su vuelta sería hoy demasiado temprana; el hombre quiere creer todavía en los límites y suspira por ellos, no es tiempo aún para el infinito». «El hombre siempre de nuevo quiere negarse a sí mismo: mis predecesores han tenido la fuerza del rayo, la resurrección en sus manos…; yo, en cambio, no tengo nada, no ofrezco nada: solo aquello que se ocultaba tras la máscara de los profetas. Soy el rostro verdadero. Ego sum obscuritas mundi«.  Tras estas palabras, se despidieron, y el pastor se quedó observando los pasos delicados del dios sin nombre sobre la hierba verde de la ladera del Moncayo. Al alejarse, el dios habló en su corazón: «¿será posible? Este pastor, aislado del mundo, ¡aún no ha tenido noticia de que dios nunca estuvo vivo!».

Patíbulo

Jaime

Parte 1: Breve comentario sobre el Hades y el concepto griego de ψυχή En Odisea XI, 475-476 Aquiles define en pocas palabras cómo son los habitantes del Hades: «ἔνθα τε νεκροὶ ἀφραδέες ναίουσι, βροτῶν εἴδωλα καμόντων», algo así como: «aquí habitan muertos desposeídos de sentidos, simulacros de mortales que han sucumbido a las fatigas de la vida». Muertos que no sienten nada, simulacros, ilusiones, imágenes engañosas de lo que fueron alguna vez los vivos.  Eso que va al Hades, y que Aquiles deja claro que no es «otra vida» que suceda a la terrenal, en griego se llama ψυχή. Son las ψυχαί las que van al Hades. La ψυχή es lo que se pierde cuando uno muere.  Hay que convivir con algo que para nosotros es una dualidad, pero no para los griegos: la ψυχή nos parece a la vez algo palpable, sensible —como sensible es el hecho de que el vigor de la vida abandone el cuerpo, detenga el aliento y el corazón, y deje los miembros inertes—, y también etéreo, inmaterial —como lo es la imagen engañosa, el fantasma de alguien. Las ψυχαί van al Hades, pero «ellos mismos» —según el proemio de la Ilíada— se quedan como despojos (ἑλώρια) para perros y aves de carroña. ¿Significa eso que lo que va al Hades ni siquiera se puede considerar una parte del hombre? Los muertos «están» en el Hades sin sentir nada, sin pensar nada. En otras palabras: no están en el Hades porque el Hades no es ningún lugar. Buena prueba de ello es el que en Odisea XI los muertos aparezcan con la armadura ensangrentada, etc., es decir, tal y como abandonaron el mundo. Desde tiempos de Aquiles, el Hades se ha ido llenando de simulacros.  Parte 2: Jaime Jaime Zuzunaga Jaime vive solo después de un doloroso divorcio que le costó buena parte de la hacienda. Suele aprovechar las tardes para tomarse una copa en el bar DNI —llamado así por su proximidad con una oficina de expedición de documentos de identidad— y pasar el rato con otros hombres separados. A los veinte años Jaime viajó por Italia y desde entonces se ha considerado un aventurero. A veces cuenta alguna peripecia de juventud a los asistentes al simposio de cada tarde en el DNI, otras veces sencillamente sostiene su copa de Jerez o su cerveza y observa detenidamente el brillo de las luces del techo sobre el cristal, y contempla también el mundo distorsionado a través de la copa, cerrando un ojo para ganar precisión, y sonríe satisfecho y sorbe un poco más de líquido, finalmente, y de vez en cuando saluda con la cabeza a Julio, el dueño, mientras Javier y José están de espaldas en la barra del bar tomándose un carajillo o un anís. Si entra una señorita, los tres tuercen el cuello para perseguirla con la mirada. Dependiendo del aspecto que tenga, sonríen y emiten ruidos o regresan a sus copas brillantes. Cuando llega la hora, Julio los invita a salir. Hasta mañana.

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