Habla el dios sin nombre (1)

"So segne mich denn, du ruhiges Auge, das ohne Neid auch ein allzugrosses Glück sehen kann!"

Tras unos milenios de retiro en la cima del Moncayo, donde no llegaba ningún mortal, el dios sin nombre bajó para compartir con el mundo su sabiduría. Se esperaba su venida desde tiempos remotos, aunque nadie podía prever, de hecho, el impacto de su llegada. Con su mirada cándida revelaba una verdad que habitaba solemne, desde el primer instante, en el corazón de todo hombre que la vislumbrara. 

Cuando hubo llegado a la falda de la montaña, se encontró con un pastor que apacentaba tranquilamente sus rebaños. Al verlo, este le dijo: «yo sé quién es, señor; es el dios sin nombre que habita la cumbre inclemente de la montaña más alta. Llevaba milenios meditando desde las alturas, alejado de los tristes mortales, y ahora, finalmente, parece que ha decidido bajar. ¿Ha llegado el momento, señor?». El dios sin nombre respondió con serenidad: «mortal: ningún dios descendie de su trono si no ha llegado la hora de hacerlo». «¿Y por qué ahora, señor?, ¿qué ha cambiado?». Añadió fime el dios: «ha pasado nada de nada, nada en absoluto; es el momento de la nada». 

El pastor sonrió desconcertado; pasados unos instantes, se repuso: «y… ¿qué tesoro va a entregar a los hombres envidiosos, señor?». «Voy a hacer que se haga verdad lo que siempre lo fue: que la vida es muerte». 

El pastor se rio, y no pudo contenerse: «señor, los hombres ya no creen en ningún dios. O más bien: creen en todos por igual, y los predicadores y los profetas brotan como los vástagos en una primavera lluviosa, y todos tienen su verdad». «Y yo he llegado para defenderlos a todos, pues ellos, juntos, son la muerte», sentenció el dios. 

«El mundo no está preparado para esta verdad, señor. Espere usted unos siglos más, su vuelta sería hoy demasiado temprana; el hombre quiere creer todavía en los límites y suspira por ellos, no es tiempo aún para el infinito».

«El hombre siempre de nuevo quiere negarse a sí mismo: mis predecesores han tenido la fuerza del rayo, la resurrección en sus manos…; yo, en cambio, no tengo nada, no ofrezco nada: solo aquello que se ocultaba tras la máscara de los profetas. Soy el rostro verdadero. Ego sum obscuritas mundi«. 

Tras estas palabras, se despidieron, y el pastor se quedó observando los pasos delicados del dios sin nombre sobre la hierba verde de la ladera del Moncayo.

Al alejarse, el dios habló en su corazón: «¿será posible? Este pastor, aislado del mundo, ¡aún no ha tenido noticia de que dios nunca estuvo vivo!».

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